#ElPerúQueQueremos

Domingo, 5:00 am

Publicado: 2009-12-03

La noche había acabado oficialmente cuando subimos al taxi y repetí la dirección de mi casa como quien repite la lección que le mandó a aprender la profesora. Las palabras salieron de mi boca pero yo estaba en otro lado.

Demasiado alcohol, el cuerpo entumecido, confortably numb, el impulsivo beso de un tipo con el que había estado hablando de cosas que dentro de un par de horas iba a olvidar, la luz del sol que comenzaba a salir, el pelo desaliñado, el aliento a cigarros, el maquillaje corrido, los pies cansados, el alma partida en dos, ganas de arrastrarme debajo de una roca.

El carro viajaba como una nave atravesando una ciudad llena de luces y personas que se desdibujaban, que parecían mirarme con desaprobación y pena. Yo sentía que en cualquier momento íbamos a despegarnos del suelo y comenzar a volar. El carro agarró velocidad en la via expresa y yo temí marearme, pero el viento en mi cara me mantenía en el asiento del pasajero como un maniquí, mirada fija en la nada, completamente en silencio.

El auto estallaba en conversaciones y risas, pero yo seguía alucinando que volaríamos en cualquier momento. Sentía todo. El viento, las risas que iban y venían como un carnaval a la lejanía, que estallaba en mi cara de cuando en cuando. El rumor de la calle que abandonaba sus últimas esperanzas de diversión entre las aceras frías y el comienzo de la neblina que ocuparía cada pequeño espacio, esa neblina que te llega hasta el centro mismo del cuerpo, que humedece la ropa y te hace sentir frío por dentro.

Todavía faltaba mucho para mi casa. Mi mente se había apagado.

Ahí fue cuando sentí que todo caía. Es una sensación que no encaja en palabras. Era simplemente la idea de que algo estaba cayendo en algún lado. Como si el balance en algún momento se hubiera quebrado. Hay que tener fuerza, pensé. Algo se caía encima de mi, algo grande que me había costado mucho construir. Como una gran ola que te cae encima, te tumba y te da vueltas sobre la arena. Como si algo te jalara para abajo.

Ya no sientes lo mismo. Por cada vez que sigues repitiendo este acto piensas que esta vez ha sido la escena final, por cada vez que tomas la vida como si nada tuviera sentido. La primera vez que lo hiciste, el comienzo de la montaña a la que subiste, era divertido. Irrefrenable, sin control. Luego llegaste a la cima de todo y nunca habías sentido tal vacío, tal soledad. Comenzaste a descender sin darte cuenta y por cada noche que pasa quieres repetir la emoción de la primera vez que se va esfumando poco a poco, entre el humo, entre la espuma de la cerveza que se cae fuera del vaso, entre una risa falsa y un cumplido hueco. Todo significa nada. Tú ya te cansaste de ese estado, pero el carro no se puede detener. El viento te pega fuerte en la cara y sigues bajando cada vez más. Cada vez más. Hay que tener fuerza. Eso tampoco te ayuda.

Bajé del taxi después de despedirme de todas. El carro carnivalesco siguió su rumbo hasta perderse. Abrí la puerta de mi casa y subí los escalones con aparente sobriedad. Al llegar a mi cuarto caí sobre la cama. Miré el techo por horas pensando con la extraña claridad que te da el alcohol que entumece tu conciencia, o lo que sea esa voz que te dice que no debes pensar en cosas tristes, o malas, o degeneradas. Esa que te calla cuando piensas que esta vez fuiste más lejos que la vez anterior. Esa que te consuela cuando sabes que has hecho algo detestable.

Cerré los ojos y me costó dormir. Soñé cosas extrañas, nada en particular, solo cosas raras que ya no tienen forma, que ya no puedo recordar.

Luego me desperté y ya no había nadie en la casa. Miré el reloj. Eran las doce del día. Me alegré de no tener que ir a trabajar. Comencé a levantarme lentamente. Un café negro me sentaría bien. Miré el calendario al lado de mi escritorio: Primero de diciembre.

Noviembre acabó. Y sigo viva.

Sountrack:


Escrito por


Publicado en

I'm a Bitch

alpinchista por vocación